Catalina Valenzuela, Directora Escuela de Psicología Universidad de Las Américas
En medio de un escenario apocalíptico, transitando entre la soledad y el encierro, hemos debido vivir la muerte de la forma más triste jamás concebida, sin abrazos y sin adiós. Las experiencias de perdida nos acompañan cotidianamente, se hacen evidentes cuando perdemos a alguien, pero se viven cada vez que cerramos un ciclo y tomamos una nueva dirección.
En sociedades premodernas, la muerte se enfrentaba con dignidad y resignación, rodeados de ritos y espacios simbólicos que contribuían a que las personas llenaran el vacío de la pérdida y encontraran sentido a la muerte. Las muestras de afecto, han quedado en el pasado, y la muerte de un ser querido se reduce a un minimalista anuncio en un periódico.
Esta pandemia refleja lo distante que aún estamos de humanizarnos. El sistema neoliberal ha puesto la felicidad como un bien de consumo, asociando emociones y vínculos a experiencias de mercado, generando estrategias para evadir el dolor e invisibilizar el efecto de las perdidas. Sistemáticamente nos enfrentamos a acciones que buscan insensibilizar a las personas, frente a lo que necesariamente debemos enfrentar, el dolor de las perdidas.
Como sobrevivientes de esta pandemia, debiéramos esforzarnos por recuperar la ética del dolor, rescatando espacios de dignidad y respeto para nuestros muertos. Recientemente ha surgido desde la sociedad civil la iniciativa del Día de la Condolencia y el Adiós, en un esfuerzo por lograr escenarios donde la tristeza tenga lugar y expresión, y acompañe simbólicamente el proceso de perdida con reflexión y recogimiento. Este 5 de septiembre tendremos el espacio de despedida para las personas que han fallecido estos últimos meses. Acciones como esta permiten tener la esperanza de recuperar la humanidad que hemos perdido.